Romance: Tentação da Serpente


Um olhar feminino sobre o Antigo Testamento.
Uma história de mulheres, para mulheres, de que os homens também gostam.

"Tentação da Serpente" é uma reedição de "O Romance da Bíblia", publicado em 2010.

28 agosto 2010

De "El Romance de la Biblia" para los amigos de España

Cap. VI - EL SACRIFICIO DE LOS CIRCUNCISOS

Jacob había pasado a llamarse Israel, tras su fuga de las tierras de Labán, cuando, durante toda una noche, se enfrentó con un ser misterioso, en las orillas del río Jordán. Al terminar la lucha, aunque se negó a desvelar su propio nombre, su adversario le dijo: “En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, pues has luchado contra un ser celeste y has permanecido fuerte,” y le bendijo. El hijo de Isaac dio gracias al Señor y llamó a aquel lugar Panuel, es decir, “la cara de Dios”, pues no le quedaba ninguna duda de que había visto un ser divino cara a cara y, a pesar de ello, había logrado conservar su vida, saliendo de aquella contienda victorioso, aunque cojeando de un muslo.
Estaba convencido también de que la bendición de aquel extraño ser lo protegiera, pues su encuentro con Esaú, pocas horas más tarde, había sido muy cordial, como si su hermano se hubiera olvidado de los antiguos agravios, perdonándole, sin que ya cupiera en su corazón el rencor ni el deseo de venganza.
Prefiriendo no arriesgar, todavía, Israel abandonó la región de Jarán siguiendo las dos enormes caravanas que transportaban sus bienes, recorriendo un largo camino hasta penetrar en la región de Sucot, junto al monte Garizim, en el país de Canán, donde decidió montar su campamento, a la entrada de la ciudad de Salem, en la margen izquierda del río Jordán. Allí compró a los hijos de Jamor, el jorreo que gobernaba el país, por cien monedas, una parcela de tierra sobre la que levantó sus tiendas, para establecerse en ella con sus mujeres, Lía y Raquel, y sus concubinas Bala y Zelfa, sus once hijos y todos los siervos y siervas que había ido adquiriendo, así como los hombres y mujeres libres que se habían unido a su familia.
Cuando ya estaban instalados, Jacob, ayudado por sus hijos mayores y por los hombres principales de su casa, levantó un altar a El Shaddai, el Dios de su padre y de su abuelo, que ungió con óleos, dándole el nombre de “El Elohe Israel”, el Dios de Israel. A este Dios sacrificó un becerro y dos corderos de los más gordos que había en su rebaño, para que el Altísimo les ofreciera su protección, haciendo que la población del lugar les aceptara favorablemente.


Algunos días más tarde, Dina, la hija que Lía había dado a Jacob, salió del campamento y se dirigió al río para trabar conocimiento con las mozas del pueblo. Por un extraño azar, o tal vez porque, en el momento de fecundar a Lía, Jacob tuviera, como solía tener, el pensamiento y el alma puestos en Raquel, la doncella había heredado el cuerpo de su madre, de formas voluptuosas y perfectas, pero, en vez de su fealdad, había sido bendecida con un rostro hermosísimo, que se parecía al de su tía como una gota de agua se parece a otra gota de agua. Incluso su larga y negra cabellera tenía esa misma suavidad y brillo que había hecho a Raquel tan celebrada en su juventud por todos los cantores en las fiestas del esquileo de los rebaños.
Siquem, el hijo primogénito de Jamor, estaba cazando con dos criados cuando la vio atravesar el bosque. Joven e impetuoso, acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos, se inflamó de deseos de la muchacha y, haciendo señal a sus compañeros para que lo siguieran, se lanzó en persecución de la gentil presa, empleando los mismos cuidados con los que se acercaría a una gacela, antes de disparar sobre ella la mortífera flecha.
Cuando Dina se dio cuenta del peligro que corría, al ver a un hombre que la acechaba detrás de unos árboles, ya era demasiado tarde. ¡Estaba cercada! Con el corazón latiéndole desbocado, intentó retroceder, hacia la seguridad que le brindaba el campamento paterno, pero otro hombre le impedía el camino por ese lado; corrió entonces en dirección al río, donde poco antes había visto a algunas mujeres lavando ropa, y fue a caer en los brazos de Siquem, que se cerraron en torno suyo como el lazo de una trampa.
—¿Qué quieres de mí? ¡Deja que me vaya! —suplico Dina, con la voz temblorosa, pero sin gritar—. ¡Déjame volver a casa con mis padres!
—No te asustes, gentil pastora, que no te haré ningún mal —su cazador le hablaba al oído, dulcemente, jadeando un poco, como si también él estuviera cansado de la carrera—. ¡Qué hermosa eres! Dime, ¿cómo te llamas, belleza? ¿Qué puedo hacer para obtener tus favores?
A cada nueva pregunta que le hacía la estrechaba con más fuerza, como si quisiera fundirla en el calor de su cuerpo. Ya en el momento de caer en la trampa que él le había preparado, a pesar del miedo y la aflicción que sentía, Dina había advertido, nada más mirar a su agresor, la juventud y belleza masculina de éste. Ahora, pegada al cuerpo de él como un embutido de carne, sus sentidos se impregnaban de otras impresiones que la confundían y turbaban. Los músculos y los tendones de aquellos brazos, que se cruzaban por delante y le rodeaban la cintura como una argolla de acero, pero al mismo tiempo con una delicada ternura, se movían flexibles y poderosos bajo una piel cobriza tan suave como la de una mujer. De él emanaba un agradable olor a esencias preciosas y su voz, dulce y susurrante, mostraba que no era un campesino, sino un señor. Dina se debatió entre sus brazos, intentando soltarse, pero el atrevido cazador no aflojó el lazo y ella suplicó nuevamente:
—Pareces un hombre de bien. Yo me llamo Dina y soy hija de Jacob y Lía, de la tribu de Abraham. ¡Suéltame, por tu honor, y mis padres te estarán siempre agradecidos!
Siquem le mordisqueó la oreja, sumergiendo la nariz en la pesada cabellera que se había soltado durante la carrera y se echó a reír, divertido, exclamando en un tono de dulce persuasión:
—¡Siendo virgen y tan bella como eres, puedes tener todo cuanto desees! No debo consentir que malbarates tus encantos en el camastro maloliente de cualquier pastor. Tú eres digna de un señor de tierras, como yo, hermosa Dina.


Le besó la nuca y el cuello, cada vez más despacio, el deseo subiendo como una ola de fuego por el cuerpo. Sus compañeros, que se mantenían a una distancia prudencial, divertidos con la escena, se pusieron a recitar en coro un fragmento de un antiguo poema, a modo de respuesta de la joven a la provocación de su señor.

¡Excítate, excítate! ¡Abrásate, abrásate!
Encélate como un venado,
Caliéntate como un toro salvaje.
¡Haz el amor conmigo seis veces, como un corzo,
Siete veces, como un ciervo,
Doce veces, como un macho de perdiz!

Haz el amor conmigo porque soy joven.
Haz el amor conmigo porque soy ardiente.
¡Haz el amor conmigo como un corzo!

Yo, protegido por el dios Ningirsu,
Yo te aplacaré.


Él se rió al oírles y les hizo señal para que le acercaran el carro que lo había conducido allí, lejos de casa, en busca de terrenos de caza, y se absorbió de nuevo en la seducción de su presa, con el lóbulo de la oreja de ella preso en sus labios, recorrido lentamente por su lengua, como si lo saborease, murmurando:
—Mi nombre es Siquem. Soy hijo de Jamor, el gobernador de estas tierras. ¡Como ves, no podías haber caído en mejores manos! —Y repitió: ¿Qué puedo hacer para obtener tus favores, mi bella Dina?
La hija de Lía movía la cabeza a uno y otro lado, con el fin de escapar a los besos cada vez más ardientes del joven cazador, e intentaba en vano apartar con sus manos aquellas manos que le exploraban el cuerpo y le causaban un extraño sentimiento en el que el miedo, la vergüenza y el placer se mezclaban, calentándole la sangre y la piel como si tuviera fiebre.
—No abuses de mí, porque no sabré vivir si me deshonras —suplicó con la voz sofocada. —Y mis hermanos han de vengar la ofensa.
Pero Siquem ya no oía la voz suplicante de la joven, y mucho menos escuchaba la voz de su conciencia, ajeno a todo lo que no fuera el grito de los sentidos, convertido en un aullido latiendo desenfrenadamente en su sien, clamando más alto que cualquier otro sonido por la proximidad de aquel cuerpo femenino, cuyas formas delicadas y sinuosas sentía bajo sus dedos (a pesar del tejido basto de su vestido de pastora que, sin embargo, no lograba esconder su perfección), de la carne tibia y tersa que se retraía temblorosa al roce de sus manos inquietas, que la acariciaban a ciegas, cada vez más atrevidas y golosas en busca de los lugares secretos e intocados de aquel cuerpo de niña-mujer.
La hizo rodar hasta quedar frente a frente y la apretó contra sí, con una violencia que la hizo arquearse y soltar un gemido. ¡Qué bella era, la nómada! Siquem casi creía tener en brazos a una encarnación de Ishtar o incluso de Inanna, la más antigua de todas las diosas del amor, celebrada por los viejos aedos que concurrían a las fiestas de la siega. La cabeza de ella le llegaba a la altura del pecho y sus senos, pequeños y redondos como frutos tempranos, se enterraban en el vientre, mientras la cadera, nerviosa como la de una gacela, le apretaba el sexo, mareándole de deseo.


Dina le veía el rostro moreno, de cabellos de azabache, los ojos grandes, oscuros y profundos, que la miraban con una especie de adoración y anhelo como ella nunca había visto en otros ojos y se cerraban cuando la besaba y la acariciaba, como si quisiera aislarse de todo cuanto los rodeaba para sentir mejor el placer de sus caricias, el olor de su cuerpo, la piel erizada de miedo y de algo más, cualquier otra cosa de indefinible que en aquel momento la hizo soñar con la celebración de sus esponsales, en brazos del novio escogido por la familia, pero cuyo rostro y cuyo cuerpo se confundían con los de aquel apasionado conquistador.
Sin dejar de besarla, él la cogió en brazos y se dirigió al carro que los criados le habían traído para transportar en él la preciosa presa hasta la cabaña donde guardaba las armas y solía pernoctar durante sus interminables jornadas de caza, y donde a veces se regalaba con una corza apetitosa, recién acabada de abatir.
Siquem desfloró a Dina no con la violencia o el odio del violador, sino con la ternura de un esposo en su primera noche de bodas, cuidando no asustar, ni hacer daño a la novia muy amada, porque, por un extraño capricho de los dioses o de la suerte imprevisible, el alma del hijo primogénito de Jamor se había atado irremediablemente a la doncella nómada desde el momento en el que la había perseguido en el bosque. Acostado a su lado, en el pobre jergón de la cabaña, la abrigó con sus brazos, lleno de amor, y habló a su corazón:
—No llores, mi vida, porque juro por todos los dioses del templo de Salem que tú serás mi esposa si, por bondad, me perdonas lo que te he hecho y caigo en gracia a tus ojos.
Dina lloraba en silencio, menos por la pérdida de su virginidad que por el tumulto de sentimientos que Siquem le había provocado, acercándose a ella y conociéndola por la fuerza. Sus besos y las caricias de sus manos todavía perduraban en su piel, lo mismo que el fuego sentido en su vientre cuando el sexo del violador la penetró el cuerpo como una lámina al rojo, rasgándole la carne y la inocencia, provocando en ella dolor y placer, hiriendo y al mismo tiempo cicatrizando el cuerpo violentado.
Las palabras que le había susurrado al oído mientras le robaba la flor de su virginidad tenían la suavidad y la belleza de un cantar, dulcificando el dolor y la humillación como un bálsamo, y, al oírlas, ella había deseado en lo más secreto de su alma que él no se callara nunca y la enredase en la tela de palabras que hablaban de gozo y de pasión, cuyo sentido escapaba en ocasiones a su entendimiento de muchacha inculta, pero del que captaba su entonación y la vibración en el escalofrío de la piel o en el despertar de una multitud de sensaciones desconocidas. Y el jorreo quería reparar el mal que le había causado, casándose con ella. ¿Sería verdad que la amaba, entonces? Pero ella no era más que una simple pastora nómada, ignorante y rústica, mientras que él era un joven rico y extranjero, hijo primogénito de Jamor, el gobernador del pueblo jorreo. Como dándole una respuesta, Siquem se inclinó hacia ella, a fin de conocerla nuevamente como esposo, murmurándole tiernamente al oído:
—Te amo desde el primer momento en que te vi. Pagaré por ti la dote más rica de tu tribu! Hoy mismo hablaré con tu padre y él no me podrá negar su consentimiento.
Dina ya no opuso resistencia y su enamorado violador se dio cuenta, lleno de alegría, de que había ganado la partida. Ahora sólo le hacía falta convencer a los padres de ambos para que les dieran su bendición.